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Milán, la ciudad de los proyectos

Antes de conocer Milán ya tenemos una idea preconcebida de ella a traves de los comentarios de ciertos visitantes: Milán es feúcha, nos dicen. Eso nos hace preguntarnos si merece la pena visitar esa ciudad italiana, hermanastra de Roma o Venecia en lo que respecta a belleza. Milán no es ese hombre escultural con abdominales en forma de tableta de chocolate ni esa mujer imponente pero inabordable; Milán es más bien ese tipo que, aunque al principio pase algo desapercibido, nos acaba resultando verdaderamente atractivo por su conversación y bagaje vital.

Si nos preguntan con qué palabras asociamos Milán diremos que con moda y diseño, pero la palabra estrella, la que va más a juego con la contemporaneidad milanesa, es proyecto. Milán es una ciudad para proyectar e idear actividades de diversa índole, no para quedarse mirándola con la boca abierta. La primera sensación que tenemos al recorrerla es la de encontrarnos intensa e indudablemente en el cogollo de Europa al ver sus bicicletas, edificios neoclásicos y tranvías de tres modelos: los ultramodernos cubiertos de publicidad, los de diseño sesentero y los favoritos de lugareños y visitantes, llamados ventotto por datar del año 1928. Al mirar hacia arriba en Milán no nos esperan cúpulas renacentistas ni fachadas barroquísimas por doquier sino más bien la maraña formada por los hilos del tranvia y los cables de las luces que cuelgan e iluminan las calles desde lo alto ―nada de farolas―, dándoles de nuevo un clima centroeuropeo que nos transporta a ratos a los años cuarenta del pasado siglo. Además de sus tintes berlineses, Milán tiene componentes fuertemente tiroleses y alpinos: se ven abrigos Loden por la calle, colores verde caza, tiendas de alimentos suizos, y su viento como serrano hace pensar en los no muy lejanos lagos y comarcas de montaña.

Los iconos de Milán nos los sabemos casi de memoria aún sin conocerla: el Duomo, la vecina galería Vittorio Emanuele II y los frescos de la Última Cena de Da Vinci. Todos ellos aparecen en las postales de los quioscos junto a imágenes del edificio discreto del Teatro alla Scala, que, así como quien no quiere la cosa, es el teatro de ópera más representativo del planeta. Por supuesto que, aunque tengamos ansia de descubrir otros milanes, es obligatorio darse un paseo por la plaza del gotiquísimo Duomo, en cuya fachada semirrestaurada ya se distinguen distintos tonos de mármol; ver alguna exposición en el aledaño Palazzo Reale y atravesar la emblemática galería comercial que, inaugurada en 1867 por el rey Vittorio Emanuele II, marca los inicios de la era del consumo con sus tiendas de lujo y menos lujo y su antiquísimos bar Zucca y librería de arte Bocca. No deja de sorprendernos la uniformidad cromática de los logos de las marcas que conviven dentro: todos negridorados de repente, desde McDonalds a Gucci, pasando por Massimo Dutti o Mercedes Benz. Milán tiene una relación muy especial con las marcas: las cobija maternalmente, orgullosa de mostrárselas al mundo, y éstas obedecen el mandato de Mamá Milán, que insta a sus hijitas a uniformizarse coherentemente.

A nadie sorprende entonces que en Milán las archifamosas marcas de ropa y complementos monten sus propios cafés. Dos ejemplos sirven de muestra: el de Gucci en la galería Vittorio Emanuele II o el Armani Caffè, de interior sin estridencias, en la Via Croce Rossa. Pero es el exclusivísimo Quadrilatero d´Oro, formado por las calles Sant´Andrea, Della Spiga, Montenapoleone y Via Manzoni, donde se encuentra el verdadero parque temático plusmarquista de ese sustantivo tan importante para Milán que es la moda. ¿Para qué buscar la belleza en los edificios del Quadrilatero si la mirada no se levanta más que a la altura de los escaparates? Entre ellos, el más resultón es el de la marca Viktor and Rolf, en la via Sant´Andrea, cuya tienda está montada íntegramente al revés, con el parqué en el techo y las sillas colgando de él.

Pero si Milán está orgulloso de sus modistas, más lo está de una institución cultural que este año se convierte en sesentona, tal como figura en los neones de su puerta: el Piccolo Teatro di Milano. Fundado por Giorgio Strehler y Paolo Grassi en 1947, el Piccolo consiste hoy en tres salas de teatro que funcionan a todo vapor: En el barrio de Brera está el Strehler; enfrente, el Teatro Studio, y en la sede legendaria de la Via Rovello, el Teatro Grassi. Los tres tienen una oferta tan variada que ni siquiera deja los lunes mortecinos sin un espectáculo que llevarse a la boca.

Si decidimos pasar a otra palabra y explorar lo que en Milán se entiende por diseño ―o design, como lo dicen allí a la manera anglo―, estamos gratamente obligados a atravesar el Parco Sempione, dejar atrás el Castello Sforzesco, que con su aspecto Exin-Castillos ofrece en su interior museos como el egipcio y el de arte antiguo, y continuar por Via Alemagna hasta dar con el edificio de la Triennale di Milano, construido en 1933 por Giovanni Muzio y que espera albergar el museo del diseño antes de 2008. Mientras tanto, exposiciones temporales muy bien montadas y una librería que genera urgencia de gasto a cualquiera que entre en ella son las propuestas nada desdeñables del recinto. Recomendables son los conciertos que se programan antes del brunch de los domingos en su café-restaurante, un espacio blanquísimo y semisilencioso  donde no tienen cabida platos de rigatoni amatriciana sobre mantel de cuadros rojiblancos, sino más bien gente vestida de negro comiendo arroz basmati y mirando a traves de la ventana la fuente Bagni Misteriosi de Giorgio De Chirico, que se encuentra en el parque contiguo.

El Museo Studio Achille Castiglioni, a diez minutos a pie del edificio de Muzio, también forma parte de la Triennale y es una de las experiencias más peculiares que se pueden vivir en Milán: el creador de muchas de las sillas y lámparas que hoy vemos en tiendas de muebles vintage vivió aquí hasta que murió en 2002. Si llamamos a la puerta de su estudio, su hija Giovanna y su perro nos dan la bienvenida y nos guían a través de la cotidianidad del reputado arquitecto y diseñador industrial. Todo está tal como él lo dejó: sus colecciones de revistas, las postales que recibía y su armario lleno de objetos inusuales encontrados por el mundo como gafas de marmolista o escobillas para deshollinar.

Museo-Estudio Achille Castiglioni

Pero la Triennale no acaba ahí, sino que sigue expandiendo sus tentáculos en un Milán que crece: Bovisa, una zona de la periferia con posibilidades, es el sitio elegido para instalar su siguiente sala, la Triennale Bovisa. Y es que Milán es un lugar perpetuamente in allestimento, frase que figura también en los escaparates que se encuentran en proceso de cambio. Además de Bovisa hay otros distritos―llamarlos “barrios” resulta antiguo― del extrarradio milanés en continuo movimiento: la Fiera de Milano, cuyo nombre felino encierra un espacio de encuentro entre profesionales de diversos sectores, es uno de ellos. Otro es Bicocca, que alberga el Hangar Bicocca, un macrorrecinto de creación contemporánea donde la palabra proyecto brilla con esplendor. En la zona norte de Milán, más arriba de la Stazione Garibaldi, se oculta discreto el multifacético barrio de L´Isola. Una vez allí es casi obligatorio pasarse por el Blue Note, hermano del neoyorquino club de jazz homónimo, que las mañanas de domingo ofrece concierto y brunch. Los fines de semana también se pueden comer menús baratos en casas okupadas (¿se nos ocurre algo más alejado de Prada y Gucci?) o en asociaciones culturales de ambiente afable como el Circolo Familiare Sassetti.

Esa sensación de provisionalidad, de que las cosas están aún por suceder, también la encontramos al sur de la ciudad: el barrio de Porta Ticinese, cercano a los navigli ―los dos canales milaneses, de aires más amsterdameños que venecianos― merece una visita sobre todo vespertina. Desde la estación de metro Porta Genova llegamos enseguida a Alzaia Naviglio Grande, el más animado de los dos canales. Su atmósfera relajada y grafitera, con una barra improvisada en la barandilla en su orilla montada por los del bar Luca & Andrea, nos gusta desde el primer momento. El amarillo pálido es el color oficial de las fachadas de las casas en la zona junto al verde botella de las contraventanas. De repente, todo cobra un aire de ruralidad que no deja de sorprendernos: desde luego, no es esta la Italia estereotipada que uno suele tener en la cabeza. Si andamos en busca de la verdadera y codiciada identidad, Ripa de Porta Ticinese, la acera de enfrente de Alzaia Naviglio Grande, tiene excelentes muestras: Made in Ripa, un bar simpático con sillas de escuela primaria es una de ellas; la otra es la heladería casi contigua, que se limita a llamarse “rinomata gelateria” y está decorada con cientos de cucuruchos dispuestos tras las vitrinas. Un verdadero antídoto contra la vida franquiciada que solemos llevar.

También podemos pasear por el otro canal, el Naviglio Pavese y por las calles que lo atraviesan.

Naviglio, Milán

En la Via Gentilino se encuentra La Madonnina, una trattoria frecuentada por lugareños, con menú escueto pero rico con platos como pasta con sardinas y la ineludible cotoletta milanesa. Si en cambio decidimos quedarnos a cenar en Alzaia Naviglio Grande no sufriremos decepción alguna al pedir unos ravioli gigantescos rellenos de patata y ¡conejo! en Il Coniglio Bianco. Otra opción atinada sería acercarnos a ver una expo al centro internacional de fotografía FORMA, o también entregarnos al consumo en el marco del subquadrilatero d´oro existente en el Corso Porta Ticinese: anticuarios del siglo XX como 1950 Studio, que vende sillones rosas en forma de Barbapapá; tiendas de ropa de segunda mano y, cómo no, las primas jóvenes y traviesas de las grandes marcas: Custo, Carhartt o Fornarina, representadas a lo largo de toda la calle.

Por último y para guardar una imagen del Milán más sobrio y clásico, del Milán que ofrece la anhelada calidad de vida, podríamos pasar un día entero conociendo el céntrico barrio de Brera, donde se pueden visitar museos como el Poldi Pezzoli, un gabinete de curiosidades variadísimo surgido de la colección de la familia del mismo nombre, o darse un paseo por la calle que da nombre al barrio, la Via Brera. En ella está la reputada Pinacoteca de Brera. Su joya principal, a modo de Gioconda discreta, es el Cristo yacente de Mantegna, de visita necesaria para todo aquel que desconozca la palabra escorzo. Visitar la pinacoteca implica tomarse un aperitivo vespertino, de 6 a 9, en los bares de la zona micropeatonal a dos pasos de la pinacoteca: el Jamaica o el Bar Brera son las alternativas típicas. Si se busca algo un poco temático hay que dirigirse a la Via Fiori Chiari, donde existe un bar llamado Al treno di mezzanotte, ambientado en un Orient Express ficticio, que tiene su gracia los domingos por la mañana tras pasear por el mercadillo de antigüedades y bisutería añeja que se monta allí mismo.

Dejando atrás las antigüedades y volviendo al siglo XXI, no podemos pasar por la Via della Moscova y no visitar la galería Photology, consagrada a la fotografía como su nombre indica. Ineludible es también la Mediateca Santa Teresa, una iglesia barroca convertida hoy en “biblioteca sin libros” donde podemos tener una experiencia propia de la hipermodernidad: la de consultar el mail o cualquier dato digital que nos plazca y tras ello tomarnos un té en su cafetería formato cubo de cristal con árboles reales dentro.

Pero para santuarios de la época en que vivimos, Corso Como 10 es el máximo representante: café, restaurante, bed & breakfast, galería y librería de arte agrupados todos ellos en el número 10 de la calle homónima. Y para comer bien sin preocuparse del diseño dirijámonos hacia la redacción del Corriere della Sera: enfrente está la Latteria San Marco, frecuentada por milaneses, que no se quedan nunca aplatanados en sus casas sino que disfrutan de todo lo que la ciudad pone a su alcance. Cuando viajemos a Milán no nos queda otra que imitarlos.

(Texto publicado en El Viajero de El País el 5 de mayo de 2007)

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